Biografía
El santo mulato nació en Lima el 19 de diciembre de 1579. Su padre, Juan de Porres, era español y Gobernador de Panamá. Su madre, Ana Velásquez, era una panameña esclava que ya había quedado en libertad. Tardó su padre en reconocerlo pero al final asintió, teniendo de todas formas que partir dejando al pequeño al cuidado de su madre. Ana Velásquez, como buena madre, se preocupó por que su hijo supiera ganarse la vida. Le colocó al servicio del barbero-dentista D. Manuel Rivero en Lima. Martín era feliz. Aprendió el oficio y gozaba sirviendo como barbero-enfermero. Había encontrado su vocación de amar a Dios sirviendo a los demás. Ya ganaba plata: mitad para su madre y mitad para obras de caridad. De egoísta no tenía nada.
Son misteriosos los caminos del Señor: no fue sino un santo quien lo confirmó en la fe de sus padres. Fue Santo Toribio de Mogrovejo, primer arzobispo de Lima, quien hizo descender el Espíritu sobre su moreno corazón, corazón que el Señor fue haciendo manso y humilde como el de su Madre. Desde niño sentía predilección por los enfermos y los pobres en quienes reconocía sin duda el rostro sufriente de su Señor. A los quince años la gracia recibida y el ardor por vivir más cerca de Dios en servicio completo a sus hermanos humanos lo impulsó a pedir ser admitido como donado en el convento de los dominicos que había en Lima.
Pronto la virtud del moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía desde sus hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que podía encontrar en la calle. Su humildad fue probada en el dolor de la injuria, incluso de parte de algunos religiosos dominicos. Incomprensión y envidias: camino de contradicciones que fue asemejando al mulato a su Reconciliador. En 1603 le fue concedida la profesión religiosa y pronunció los votos de pobreza, obediencia y castidad. Hombre de gran caridad, unía a su incesante oración las penitencias más duras. Era mucho el amor, eran poco el sueño y la comida, lo sostenía la oración, la infinita misericordia de Dios. Es muy probable que haya conocido a Santa Rosa de Lima. El Señor tiene sus caminos, y los tuvo de dolor y alegría para nuestro mulato. Así nos ama el Señor, como a su Madre.
La virtud del santo, su intensa vida espiritual, sostenían su entrega, pero sin duda alguna, aquello que más recuerda el pueblo de Lima son sus numerosos milagros. A veces se trataba de curaciones instantáneas, en otras bastaba tan sólo su presencia para que el enfermo desahuciado iniciara un sorprendente y firme proceso de recuperación. Muchos lo vieron entrar y salir de recintos estando las puertas cerradas. Otros lo vieron en dos lugares distintos a un mismo tiempo. Todos, grandes señores y hombres sencillos, no tardaban en recurrir al socorro del santo mulato: “yo te curo, Dios te sana” decía Martín con grande conciencia del inmenso amor del Señor que ha gustado siempre de tocar el corazón de los hombres con manos humanas.
Enfermero y hortelano herbolario, Fray Martín cultivaba las plantas medicinales que aliviaban a sus enfermos. Su amor humilde y generoso lo abarcaba todo: su amabilidad con los animales era fruto de su inmenso amor por el Creador de todas las cosas. El pueblo de Lima venera hoy su dulce y sencilla imagen, con su escoba en la mano dando de comer, de un mismo plato, a perro, ratón y gato.
Tras una vida de honda respuesta a la gracia de Dios, de intensa y perseverante entrega vivida al calor de la caridad y el sacrificio, ya a los sesenta años de edad, Fray Martín cayó enfermo y supo de inmediato que había llegado la hora de encontrarse con el Señor. El pueblo se conmovió, y mientras en la calle toda Lima lloraba, el mismo virrey fue a verlo a su lecho de muerte para besar la mano de quien decía de sí mismo ser un perro mulato, tal era la veneración que todos le tenían. Poco después, mientras se le rezaba el credo, besando el crucifijo con profunda alegría, el santo partió. Pero esta partida no lo alejó de su pueblo quien esperanzado le reza a diario aguardando su tierna intercesión y agradeciendo sus milagros. Fray Martín de Porres, el mulato “santo de la escoba” fue canonizado el 6 de mayo de 1962 por el Papa Juan XXIII.
MILAGROS
Prodigó sus cuidados a los muchos pobres que acudían diariamente a la portería del convento a recibir su ración de sopa. Algunos de ellos adolecían de diversos achaques y Martín les proporcionaba el remedio necesario, los conducía a veces hasta su celda para curarlos allí con más esmero y a otros, más agobiados por el mal, los hospitalizaba en ella hasta que curaban. No dejaron de advertirle algunos religiosos y juzgando de este proceder podía ser causa de que se introdujesen en el convento enfermedades contagiosas, delataron el hecho al Prelado, que lo era entonces Fray Agustín Vega, quien ordenó a Martín a suspender su caritativa práctica. Lo sintió el Santo y aunque no dejó de representar a su Superior la gran necesidad que muchos padecían, hubo de someterse a la obediencia, pero pidió a su hermana le señalase una pieza en su casa, donde pudieron acogerse estos miserables.
A la portería falsa del convento que daba al tajamar del río solían también acudir algunos pobres en busca de Martín , sabiendo que de él podían recibir alivio en sus males. Cierto día le dieron a un indio una puñalada en las cercanías y se lo trajeron al punto con las tripas en la mano. Lo metió el Santo en la enfermería de los negros y lo curó de primera intención con el cuidado que él ponía en todo. Lo supo el Prior y le mandó decir que lo echase; obedeció el caritativo enfermero, mas aconsejó al indio se fuese a casa de su hermana que vivía a una cuadra del convento y avisó a su amigo el cirujano Marcelo de Rivera para que lo atendiese. Éste se presentó en casa de Catalina de Porras y, examinando al herido, no halló otro rastro de la cuchillada sino una raya rojiza en el vientre, como lo declaró él mismo más tarde
El célebre Obispo de la paz don Feliciano de Vega elevado luego a la sede metropolitana de México. Se hallaba en Lima en el año de 1639 de paso para su Iglesia y le asaltó una grave enfermedad que por los síntomas que se apuntan, parece haber sido pulmonía. Como en estos casos sucede, el mal hizo crisis a los pocos días y se temió por la vida del enfermo. Don Feliciano era tío del padre Fray Cipriano de Medina, grande amigo de Martín y sujeto a quien el Santo había curado cuando ya todos le tenían por desahuciado. Fray Cipriano indicó al Provincial, Fray Luis de la Daga, ordenase a Martín fuese a visitar al Arzobispo y accediendo a la súplica, le mandó buscar.
Lo hizo así Fray Luis y muy poco después se presentó ante él Martín. Recibida la orden de dirigirse a la casa del Prelado, tomó Martín su capa y su sombrero y en compañía de Fray Cipriano se encaminó allá.
Apenas entró en la alcoba del enfermo, éste le reprendió por su tardanza y Martín , puestas las rodillas en tierra, escuchó la suave admonición del Arzobispo. Le ordenó levantarse y le pidió la mano.
–¿Para qué quiere un Príncipe la mano de un pobre mulato?, fue su respuesta.
–¿no os mandó vuestro Prelado -replicó don Feliciano-, que hiciereis lo que yo os dijese?
–sí, señor, -contestó Martín.
–Pues bien, poned la mano en este lado donde siento el dolor.
–Ruborizado y confuso aplicó Martín su diestra al cuerpo del enfermo y quiso retirarla al punto. Se lo estorbó el Arzobispo, no sin alguna protesta del Santo.
–No, basta ya, señor, –murmuró humildemente.
–Dejadla estar donde la habéis puesto,
–le fue respondido.
Don Feliciano sintió desvanecerse la molestia que fatigaba su pecho y bien pronto se restableció del todo.
Alguna semejanza con el caso arriba narrado tiene el siguiente. Se hallaba muy afligida doña Francisca de Velasco con un fuerte dolor de hijada, como se decía entonces. Lo supo Martín, que era muy amigo suyo y fue a visitarla. La enferma le agradeció la visita he hizo que se sentase al borde de la cama; luego, como inspirada, tomó el borde de su capa y se la aplicó a la parte dolorida. el alivio fue de inmediato y la paciente, emocionada, no pudo menos de decir:
–¡ay, padre Fray Martín, qué siervo de Dios es! –Dios lo hizo hermana –replicó el Santo–, que yo soy un mulato, el mayor pecador.
De este modo procuraba ocultar la parte que le cabía como instrumento de las maravillas de Dios. Otras veces, recetaba un remedio o aconsejaba alguna medicina, a fin de que se pudiera atribuir a efecto de ella la curación, pero muchas veces los medios eran tan desproporcionados que el milagro quedaba patente.
Para cerrar esta página referiremos otros dos episodios insertos en los Procesos. Su amigo, el capitán Juan de Figueroa, adolecía de una apostema en la mandíbula derecha. Dolorido a afiebrado deseó recibir la visita de Martín. Se presentó éste con un escalfador en la mano y al despedirle, le dijo que, siendo ya tarde, le dejaría allí el anafe hasta el siguiente día. El enfermo, después de que salió Martín, quiso ver el escalfador y halló en él un poco de agua, se enjuagó con la boca y con esto sólo quedó curado de su mal. Mayor importancia tuvo el siguiente, porque en el resaltan no sólo la caridad de Martín sino además su penetración de espíritu.
Después de la excursión que hizo por estas costas el pirata Jorge Spilbergen, a mediados del año 1615, con cuatro navíos holandeses, quedaron en tierra algunos de ellos. Uno, llamado Estaban y tenido por cristiano se hizo amigo de Martín. Enfermó gravemente y se acogió al hospital de san Andrés. Allí estuvo tres días, juzgándose que de un momento a otro podría ocurrir su muerte. Un anoche apareció por el hospital el buen Hermano y acercándose al lecho del enfermo dijo:¿cómo es esto Esteban, sin bautizarse se quiere morir? y con esto le animó a recibir el bautismo y a convertirse de veras a Dios. Pidió entonces el enfermo que le administrasen el sacramento que había de hacerle cristiano, como lo hizo el cura del hospital y a las pocas horas, dejó esta vida con señales de predestinación. Martín le había abierto las puertas del cielo.
Perro, gato y pericote
Cuentan que nacieron el mismo día en el convento de fray Martín un perro y un gato, a los que las madres parecían no poder alimentar por pasar ellas mismas hambre. Viéndolo el monje, decidió ponerles diariamente un plato de leche a los cachorros, y mientras comían, fray Martín les dijo: “coman y callen y no riñan”. Según parece, los animalitos le obedecieron, hasta que un día apareció por allí un ratón que intentó comer del mismo plato con el consiguiente revuelo. Se dió cuenta fray Martín, y le dijo al ratoncillo: “Hermano, no inquiete a los chiquillos, y si quiere comer, meta gorra y coma, y después vàyase con Dios”. Y así lo hizo sin inquietarse más ni el ratón, ni el gato ni el perrillo, comiendo todos tranquilos. De ahí el refrán limeño del título.
¡Pero Hermano Martín! ¿Usted aquí?
Un comerciante de Lima, muy amigo de Martín, hizo en cierta ocasión un viaje a México por asuntos de negocios. A pocos días de su llegada le asaltó una dolorosa enfermedad; y en una noche cuando ya sentía morir, empezó a decir:
Dios mío… ¿porqué no estará aquí el Hermano Martín para atenderme y curarme?
No pasó mucho tiempo de expresar este deseo, cuando de improviso vio abrirse la puerta de su habitación y Fray Martín, con una sonrisa inefable, se acercaba a su lecho diciéndole
Alabado sea Jesucristo por los siglos de los siglos
Por siempre sea alabado – le respondió el comerciante. ¡Pero Hermano Martín! ¿Usted aquí?
-Acabo de llegar, le contestó el enfermero milagroso.
Y sin murmurar más palabras, se quitó la capa y el sombrero y empezó a curarlo diciéndole:
-Hermano, no se haga el flojo… tenga buen ánimo, y confíe en Dios, que no quiere que muera de esta enfermedad.
Cuando se disponía a retirarse, le preguntó el comerciante:
-Y usted, Hermano Martín, ¿dónde va a pasar la noche?
-Hombre de Dios, le dijo: ¿dónde quiere que la pase?, pues en el convento!
A los pocos días de levantarse curado, fue a preguntar por el Hermano Martín en el Convento de México, pero nadie lo dio razón.
Fray Martín, como así lo constató en Lima a su regreso, nunca había salido del Perú y había hecho un viaje milagroso.
Hermano, ¿y , esto es todo?
El novicio Fray Luis Gutiérrez, en cierta ocasión, se cortó un dedo de la mano izquierda con un cuchillo, a los tres días debido a la infección, tenía toda la mano y el brazo hinchados y con mucho dolor.
La noticia se le dio a Fray Martín para que fuese al Convento de la Recoleta, donde residía el paciente. Ni bien llegó, le dijo sonriente al paciente:
-¿Qué es esto, angelito? ¿Qué quieres de mí?
El enfermo le enseñó la mano y Martín le dijo:
-No tenga miedo, niño, aunque tu mal sea tan peligroso, pues Dios te dará salud.
Lo llevó consigo al huerto y tomó unas hojas de la hierba Santa María, las machacó con una piedra y haciendo con ellas un emplasto se la puso en la mano haciéndole la señal de la cruz. El novicio, incrédulo le preguntó: -Hermano, ¿y esto es todo?
-Quédese tranquilo, le respondió Martín, que Dios ya lo curó.
Y efectivamente así sucedió milagrosamente.
¡Señor! No permitas que muera
Juan Vázquez, a la vuelta de un viaje por mar a Chile, contrajo un reuma que no podía curarse. Entonces pensó ir a Limatambo donde estaba Fray Martín, pero con los pies y piernas hinchadas, le resultó muy dolorosa y se puso a descansar cerca de un barranco. En eso se le presentó sorpresivamente el Hermano Martín y mirándole a los pies exclamó:
-¡Señor, no permitas que muera en este tiempo. Espero en vuestra bondad que me concedáis lo que os pido! Y le puso las manos sobre las piernas. Hizo luego que las estirase y haciendo la señal de la cruz dijo:
-Levántate, Juancho, y vamos a Limatambo.
-No puedo, Hermano, contestó
Fray Martín entonces le dio la mano y le dijo: Acaba, acaba, caminemos. Y sacándose un pan de entre las mangas le dijo: Comed este pan que yo os ayudaré.
Juan quedó sorprendido al ver que a medida que se acercaban al Convento el dolor y la hinchazón iban desapareciendo.
Permítame saludar a la enferma
La Sra. Molina, había sufrido un terribe accidente en compañía de su esposo. Debido a su estado gravísimo y además en días de ser madre, lo médicos prohibieron que le dijeran que su esposo había fallecido. Pero el primer sábado después del accidente, se presentó en el sanatorio “un padre negrito” (frase de la enfermera) y le dijo:
-Permítame saludar a la enferma! Y la enfermera accedió después de tanta insistencia.
Pero como pasaron más de 15 minutos, la enfermera muy enojada entró al cuarto y no encontró al “Padre negrito” por lo que preguntó: ¿Señora, donde está el Padre que vino a verla? Ella muy contenta le contestó: ¡Ya salió! Me trajo la noticia que mi esposo había fallecido pero me ha dado mucha resignación conversar con él desde el cielo.
¡Milagro de Fray Martín!
El enfermero milagroso
La enfermería del Convento del Santísimo Rosario había llegado a ser un hospital. Allí Martín atendía a los religiosos enfermos y a los que traía de fuera para prodigarles sus cuidados, porque lo que más curaba era la excesiva atencion, su cariño consolaba y aquel vivir día y noche pendiente de los que sufrían. Como si tuviera un timbre en el corazón acudía hacia el enfermo que lo necesitaba, sin hacer esperar un momento. A veces parecía cosa milagrosa cuando llegaba atendiendo el deseo interior de un enfermo.
Don Rodrigo Meléndes, padre del Presbiterio Andrés Meléndes, cuando hallábase recluído de sus clientes en el Convento, le vino una grave erisipela en una pierna. Los dolores se hicieron tan intensos que dijo entre sí una noche: ¡Cómo tuviera a la mano un poco de agua!
La llamada no fue en vano, pues a los pocos instantes entré en su cuarto Fray Martín, estando la puerta cerrada por dentro. Tomó un poco de agua y con ella bañó la pierna dolorida. A los pocos minutos, los dolores habían desaparecido.
Don Rodrigo, admirado por la visita de Martín le interrogó: Hermano, ¿cómo habéis ingresado aquí? Y Fray Martín dejando a un lado el socorro, le respondió: “Yo tengo mi modo de entrar” y al momento desapareció.
HIMNO A SAN MARTIN DE PORRES
CORO
¡Gloria inmortal a tu bendito nombre
sol de amor de los pobres, San Martín
astro divino del Perú de América,
de la Iglesia invencible paladín!
Son tus hermanos de ideal y patria
los que hoy llegan fervientes a tu altar;
danos la luz que iluminó tu mente,
danos la fe que te enseñó a triunfar.
ESTROFA
¡Radiante flor del suelo americano
que diste olor de augusta santidad;
gala y blasón del pueblo peruano;
que en ti encendió la antorcha de piedad!
Protégenos, tu caridad sagrada
todo el Perú ardiente en su emoción;
si viene a él tu excelsa llamarada
de un pueblo hará tan sólo un corazón.